domingo, 25 de abril de 2010

El último acto

Leo sobre el genial fotógrafo neoyorquino Peter Beard, paradigma del hombre-frontera, que retrató el África de los años sesenta como ya nunca se podrá hacer porque, entre otras razones, las nieves del Kilimanjaro dejaron de existir. Beard no cree que la humanidad tenga futuro. Cuando la periodista le pregunta sobre las causas de su pesimismo, responde: “Soy extremadamente realista. Nos pasará como en la película El planeta de los simios. Y ya lo dijo Orwell. Pronto no quedará nada. Quizá no desaparezcamos, pero viviremos como cucarachas”.
Es imposible obviar tanto augurio de apocalipsis cuando quienes lo vaticinan son personas como el propio Beard. Lo cierto es que el miedo parece estar calando en nuestras conciencias. Se extiende como una mancha de aceite sobre la tela del Viejo Continente. Los partidos políticos más extremistas, con mensajes inspirados en la ultraderecha, son cada vez más populares: claro indicio de un miedo general latente. Ya hemos pasado por esto antes.
La Historia está llena de civilizaciones truncadas. De gente que asistió al final del mundo tal y como lo conocían. Los aztecas que vivieron la llegada al Yucatán de Hernán Cortés y sus hombres, vieron derrumbarse en apenas tres años lo terrenal y lo divino. Fue la muerte de todo cuanto creían.
En Europa, se pensó firmemente que el final de la humanidad había llegado, cuando la gente comenzó a enfermar y morir por miles en el siglo XIV. La bacteria de la peste acabó con la vida, en tan sólo cuatro años, de 20 millones de personas en un continente habitado entonces por 80 millones. Las ratas que propagaron la llamada peste negra, llegaron en barcos de comerciantes genoveses procedentes de Oriente. Las pulgas que se alojaban en el pelaje de los roedores, saltaban a los humanos después de infectar a la rata. Su picadura suponía la muerte entre un 40 y un 90% de los casos. Pero hicieron falta 400 años para descubrir al causante.
Y así, aldeas y ciudades enfermaban y morían bajo un miedo de incomprensión hoy en día inimaginable. Los campos quedaban a merced de los pájaros y la maleza. Los señores feudales que no caían víctimas, se veían sin vasallos sobre los que ejercer su poder. Por todos lados aparecían iluminados anunciando que Dios se estaba vengando de tanto pecado. Se organizaron procesiones por todo el Continente, cuyos miembros decían sermones, llevaban cruces y se flagelaban a sí mismos. Llegaron a tener 10.000 seguidores. El entonces papa Clemente VI prohibió estos movimientos temiendo su poder creciente en el año 1349.
La multitud, azuzada por el pánico, buscó culpables, y los encontraron en los judíos. Se los acusó de envenenar pozos y fuentes por toda la cristiandad. Además, eran infieles, y los asesinos de Cristo. Y así, desatada la peor de las bestias humanas: el miedo más auténtico y puro, en enero de 1348, en la ciudad de Basilea fueron quemados en la hoguera 600 judíos. Matanzas similares se produjeron en Zurich, Chillon, Barcelona, Cervera… El papa Clemente VI, desde Aviñón, que era la sede pontificia en aquella época, emitió una bula que exculpaba a los judíos de provocar la peste, dando la sencilla razón de ser ellos también víctimas de la enfermedad. Pero su edicto no detuvo a las masas, y el Día de san Valentín, en la ciudad de Estrasburgo, se quemó a 900 judíos. Así fue como desaparecieron más de 200 comunidades hebreas en toda Europa.
Nunca antes, el Viejo Continente sufrió una mortandad comparable.
Una ausencia de Dios comparable.
Un pánico comparable.
Los minuti, los vulgares de las urbes que no podían huir como lo hacían los potentados, tomaban el gobierno que quedaba vacío, para descubrir que no lo hacían peor que quienes habían gobernado hasta aquel momento. La conciencia de una muerte probable, hizo a muchos vasallos ser exigentes ante los señores para mejorar las condiciones de sus vidas. Hubo revueltas campesinas por doquier. En Inglaterra, en el 1381, los insurrectos llegaron a sitiar la Torre de Londres y matar al arzobispo de Canterbury.
Era el mundo al revés.
El ser humano desnudo ante la muerte. Sin títulos ni armaduras.
Cuando la peste empezó a remitir, ya nada era igual que antes. Ciertamente no acabó el feudalismo, pero quedó en evidencia la fragilidad del sistema que regía la vida terrenal. La evidencia de que la peste no había respetado a nadie, ni a mendigos ni a príncipes, quedó grabado en la conciencia de las gentes. Surgió un boom creativo muy popular que ensalzaba la muerte. Se impulsó la escritura de las conocidas como “danzas macabras”. La dama negra se volvió musa de artistas, que la representaban con un mensaje claro: memento mori, recuerda que morirás.
Quizá estamos recuperando partes de ese pasado conservado en nuestro subconsciente.
Las noticias de un petróleo que se acaba o un cambio climático que destruirá el mundo, despierta nuestro atávico fatalismo.
Pero, ¿a quién quemaremos esta vez? ¿A los inmigrantes?

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